Humanismo autoritario y depredación de la Tierra

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Resumen


La actual pandemia del Covid 19 tiene un trasfondo profundo y complejo. Se trata de la perspectiva dominante que la civilización occidental y moderna ha impuesto para regir la relación de los seres humanos con el medio ambiente, así como las relaciones entre los propios seres humanos.

Los principios de autoritarismo, domesticación y sometimiento total muestran hoy ser la fuente no de una supremacía, sino el riesgo de la auto aniquilación.

Palabras claves: Antropocentrismo, tierra, filosofía, Covid 19.

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En el 1984 Werner Herzog presentó una bella película titulada “Donde sueñan las hormigas verdes”  (Wo die grünen Ameisen träumen, Alemania) en la que relataba la historia del conflicto entre el pueblo de los Worora y una compañía minera  interesada en extraer uranio de un remoto desierto australiano. Cuando Lance Hackett, el topógrafo contratado para hacer un mapa del terreno de extracción entró al supermercado de la zona, encontró, en el pasillo de los jabones y los detergentes, a un grupo de aborígenes sentados en círculo en actitud de meditación. El encargado de la tienda le explicó que para construir el supermercado tuvieron que tirar el único árbol que permanecía allí desde lejanos tiempos. Los worora, que se opusieron a que lo cortaran, siguieron regresando porque para ellos era un sitio sagrado. En ese lugar los padres sueñan y conversan con los hijos que nacerán en el futuro.  En el fondo de los incontables significados que se acopian en esta sencilla escena hay algo que me parece sustancial hoy para nosotros: se trata de la fuerza de retorno de lo que ha sido expulsado. No solo el significado primero de la expansión colonial que penetra incluso hasta el subsuelo mineral o de los sueños sagrados, sino especialmente la cuestión de la apremiante necesidad de la fuerza de retorno que, de otras maneras, regresa al lugar que le ha sido usurpado.

  1. Humanismo autoritario

Hoy ya no es objeto de debate científico el vínculo entre el cambio climático y los modelos de desarrollo tecnológico y económico de la sociedad moderna. Es una certeza la vinculación entre la altísimia producción industrial, los esquemas capitalistas de consumo irrefrenable, la generación sin límite de desperdicios, y procesos como la reducción de los polinizadores, la desertificación, el deshielo polar, la polución química o la reducción sustancial del agua potable (IPCC, 2007 y Dutta, 2017). El cambio climático constituye el sentido más claro de lo que la sociedad humana puede producir a escala global sobre la vida, la huella más trágica de lo que los cientificos llaman el antropoceno. Pero es justamente esta huella, realizada como significativa alteración de la Tierra por vía de la fuerza de reconstitución tecnológica, lo que aún debe intensificarse en el debate de nuestro tiempo. La convocatoria a pensar en términos éticos, sociopoliticos, económicos y existenciales, las implicaciones de lo que considero humanismo autoritario. Cuando Marc Bassets, reportero de El País, después de entender que el Covid 19 es un virus zoonótico, le preguntó a David Quammen si debemos temerle a los murciélagos, el célebre escritor científico le respondió “La solución no es quitarnos a los murciélagos de encima sino dejarlos en paz”. Bassets entonces interpeló: “¿Somos responsables los humanos de lo que está ocurriendo?”, y la respuesa fue contundente:

Sin duda. Todos los humanos, todas nuestras decisiones: lo que comemos, la ropa que vestimos, los productos electrónicos que poseemos, los hijos que queramos tener, cuánto viajamos, cuánta energía quemamos. Todas estas decisiones suponen una presión al mundo natural. Y estas demandas al mundo natural tienden a acercar a nosotros a los virus que viven en animales salvajes. (Bassets, 2020, s/p)

Se trata de lo que llamé fuerza de retorno. La cuestión concitada aquí es en realidad monumental. Convoca nuestra mayor capacidad de heurisis interdisciplinaria, nuestra filosofía más lúcida, nuestra ciencia más sensible, nuestra mejor reflexión estética y ética. Es una tarea que las sociedades contemporáneas debemos encarar: ¿cómo vamos a descifrar y a corresponder a la fuerza de retorno de lo que hemos hecho a la vida en nuestro planeta? Desconozco las posibilidades y menos aún algún tipo de respuesta. Creo que sabemos poco, en el sentido de que no hemos logrado cruzar con suficiente fuerza las necesidades reflexivas de una ética transhumana, con el conocimiento científico concitado y especialmente con la actitud política que la vastedad del asunto reclama. Yo solo pretendo entonces indicar una de las rutas que me parece se relacionan intensamente con todo esto. Hay una conexión latente entre las decisiones técnicas que actúan sobre nuestro ambiente y sobre nuestras vidas individuales y sociales, y las concepciones que los seres humanos tenemos, firmemente arraigadas, sobre lo que somos. Lo que los seres humanos creemos ser, lo que demandamos para vivir, la forma en que significamos nuestra diferencia o identidad con los otros de la naturaleza, los procesos que echamos a andar para obtener eso que creemos necesitar, la forma en que organizamos nuestra sociedad y nuestro espacio, la manera en que definimos nuestras relaciones, la actitud y concepción que tenemos respecto al mundo que habitamos y del que obtenemos eso que creemos merecer. Pero lo que los seres humanos somos y creemos ser no es un resultado espontáneo ni un designio a priori, es una producción del tiempo, una elaboración histórica muy compleja que, por esta razón, está sometida a múltiples transformaciones y radicales rupturas y mutaciones. La crisis que hoy nos resulta evidente está íntimamente conectada con las formas en que los seres humanos nos producimos a nosotros mismos. Hay una discusión entre Heidegger y Sloterdijk que puede ayudar a ver algunas de sus implicaciones. No es, naturalmente, un intercambio en un situ imposible por la asincronía de los personajes, es más bien un diálogo descolocado acerca de lo que Sloterdijk ha llamado la “tecnología de producción antropológica” y Heidegger consideró como la imposibilidad del humanismo. En otras palabras, la cuestión de como el ocaso antropológico se encuentra enlazado con los riesgos de aniquilación del ser, leído aquí como depredación de los fundamentos de la vida.

En 1946 el filósofo francés Jean Beaufret formuló una pregunta célebre a Heidegger, el viejo filósofo caído en el descrédito por las acusaciones de filiación con el nazismo: “¿Cómo dar sentido a la palabra humanismo en las condiciones actuales?” La respuesta se produjo en el momento más oscuro de la posguerra, cuando se tuvo una conciencia de la devastación que había ocurrido, de la destrucción mutua y brutal de la soberbia Europa, de la depredación humana de los nazis, del desenlace en la explosión atómica. Heidegger afirma que el subsuelo de dicha crisis es el humanismo.  No se trata entonces de buscar un nuevo sentido para el humanismo como esperaba Beaufret, sino quitarlo del centro y realizar una pregunta más primordial: la pregunta por el ser. Como sabemos Heidegger investigó cuidadosamente la conceptualización del ser humano desde la antigüedad griega y su paso a la cultura latina, y después dio cuenta de su revivificación renacentista y moderna. No realizó una historia restaurativa, sino una destruktion, en la que identificó un hilo conductor: la visión del ser humano como animal potenciado o extendido con dotes espirituales. Un contínuum representacional de lo humano como racionalidad que supera lo animal, en cuya diferencia basa su excepcionalidad y su deinotés, como decían los griegos. La destruktion significa rechazar los argumentos filosóficos y teológicos de la “dignidad del hombre”, de la grandeza intelectual, o de la diferencia espiritual que aportarían el sustento de una excepcionalidad privilegiada ante el dominio del ser. Este olvido del ser es la base, como sabemos, de la constitución moderna del sujeto soberano. La concentración del sentido en torno al sujeto y la correspondiente marginalidad del mundo como espacio ontológico secundario. Así el proyecto humanista significa en realidad el despliegue de un proceso de desarraigo, de negación de la dependencia radical del ente ante el mundo y su inversión total, su puesta patas arriba, según la cual, el mundo, todo depende del sentido y del proyecto que dicho sujeto le otorga. Esta inversión aparece en la filosofía clásica bajo la teoría del hilemorfismo propuesta por Aristóteles, para la cual la relación forma/materia explica todo objeto, según la preponderancia del primer término. En El origen de la obra de Arte Heidegger (2006) explica que tal distinción, nacida en términos estéticos, resultó trasladada y ampliada como modelo explicativo de todo el campo del ente con el paso de la Edad Media al Renacimiento.  Esto significó la negación de la incertidumbre y la oscuridad propia de las cosas. La cosa, aquello que no sabemos nombrar, que contiene lo desconocido, pronto fue iluminada, devino en lo conocido, en lo explicado. Despunta el proyecto de reducir toda “cosa” a la estructura hilemórfica donde la forma da cuenta de la razón que impone en ella un fin. Si la cosa tiene forma, entonces tiene un fin, lo que la define como un útil. El mundo entero, cada rosa, cada piedra, cada objeto incierto se torna útil de un proyecto que lo excede, de un proyecto emanado del designio del sujeto.

Heidegger dice: “En consecuencia, la materia y la forma, como determinaciones del ente, están naturalizadas en la esencia del útil […] Materia y forma no son en ningún caso determinaciones originales de la cosidad de la mera cosa”. (Heidegger, 2006: 42) Dicha determinación del ente por el plan no es propiamente una condición interior de la cosa, es más bien el proceso que muestra la captura del ente en una concepción y un proyecto que al darle un sentido la convierte en objeto. Es necesario entonces distinguir entre el útil y la cosa espontánea. El ser del primero está reducido a la necesidad y la utilidad que vienen de su diseño. En cambio, la forma desaparece en la cosa. La cosa es lo que no tiene forma, porque se resiste a someterse al diseño. Su ser gravita en la reticencia. Pero el modelo que torna toda cosa en útil alcanza su mayor concentración y efectividad en la vida moderna: mundo es aquel en que todo tiene forma porque todo es para un fin. Mundo de útiles. En este proceso Heidegger identifica una secuencia, donde el devenir de la cosa en útil requiere tres pasos: conocimiento de la cosa, diseño técnico de la potencia de la cosa, y realización del dominio. Desde el Renacimiento despunta el programa ilimitado de explicación del campo de las cosas como desciframiento de su código. Pero la conquista del código no tiene su acento en la comprensión cabal del campo del ser, no es su prioridad el conocimiento de una alteridad. Es conocimiento como instrumento que hará posible la realización técnica para extraer la potencia de las cosas. La técnica tiene así, en el proyecto moderno, la forma prototípica de la explotación y la dominación de lo otro, devenido en opuesto del sujeto (Heidegger, 1985). Con ello el modo hegemónico de la relación entre los seres humanos y el mundo descarta modalidades estéticas, éticas o existenciales (todas posibles, y todas abiertas a otras formas de organización de la vida social). El modo hegemónico, el que ha resultado especialmente potenciado por el advenimiento de la modernidad, ha sido su modo técnico.

  1. Imposibilidad antropológica

Como sabemos en la Carta sobre el humanismo (2000), Heidegger imagina una ruta distinta fundada en sentidos totalmente antimodernos: la escucha, el acompañamiento, el cuidado. Un verdadero giro civilizatorio: la relación con lo otro no fundada en su utilidad sino en la disposición a cuidarlo.  Incluso el lenguaje resulta pensado no en términos de su capacidad para la comunicación, o para la mutua domesticación. El lenguaje como necesidad de apertura a un ser insondable que procuramos comprender.  Así se desbrozan tres asuntos principales: Que la cuestión humana no es lo esencial, que la necesidad absoluta es la relación con la totalidad del ser (que nos abarca y nos rebasa), y que lo dado es el cuidado del ser, es decir, el resguardo y protección del mundo como apertura.

Sloterdijk lee a Heidegger como vía para plantear sus propias preocupaciones sobre los modelos de producción antropológica, pero recibe la invocación de la custodia del ser con una fuerte dosis de ironía y descrédito. Heidegger leído en el marco de una teoría textualista en la que Sloterdijk encuadra la tradición humanista que llega a los albores del siglo XX. El humanismo como la producción de una comunidad letrada que históricamente opera como principio de comunicación de un campo de sentidos que obrarían humanizando, es decir, domesticando las fuerzas bárbaras mediante la apelación a un campo de textos. Los humanismos vistos como sociedades de lectores que reciben de autores clásicos nacionales los valores de sí mismo y de convivencia societal que permitirían amansar las fuerzas brutales que viven en los individuos. Visto así, el planteamiento heideggeriano se reduce a una extraña e incluso patética situación de un individuo excéntrico que trata de escuchar la palabra de la naturaleza. Dice Sloterdijk:

El hombre es sometido a una contención extática de mayor alcance que el pararse civilizado del lector devoto del texto ante la palabra del clásico. El calmo habitar heideggeriano de la casa del lenguaje es determinado como una escucha, a la espera de lo que el propio ser le encomiende decir. Evoca un atento escuchar desde cerca, donde el hombre ha de volverse más callado y dócil que el humanista entregado al estudio de los maestros. (Sloterdijk, 2011: 107)

La confusión principal de esta lectura radica en que Sloterdijk interpreta la clarificación posthumanista de Heidegger en la lógica del contexto humanista. La escucha del ser explicada como la docilidad de quien se somete devotamente al mensaje de un libro de culto. Asistimos así a la interpretación de una radical declinación antropológica, desde la esfera antropológica. Podríamos incluso ver el gesto sarcástico de Sloterdijk no sólo como una interpretación filosófica refractada, sino como síntoma de la dificultad de nuestro presente para comprender un sentido como este. Pero la principal falla interpretativa radica en desplazar el cuidado a la sumisión y ésta al amansamiento. El “cuidado” no puede insertarse en el campo semántico del “amansamiento” de la brutalidad.  El amansamiento solo tiene sentido en un humanismo que retorna sobre sí mismo. Con su interpretación irónica Sloterdijk desplaza dicho término a una relación de sumisión del hombre a la naturaleza, con lo cual vacía su sentido. “Amansamiento” tiene significado en referencia a las relaciones entre seres humanos y entre humanos y mundo. El grupo de conocimientos, estrategias y procesos con los cuales unos buscan apaciguar las energías y pulsiones de los otros. Y paradigmáticamente el “amansamiento” refiere al proceso de apaciguamiento y control de los animales para disponer de ellos totalmente. Sobre los animales el amansamiento ha implicado la reducción y mutilación de sus fuerzas naturales, la esterilización, la expulsión de sus territorios vitales, la domesticación, el sacrificio en mútiples versiones, la dominación total, la extinción. Sobre el animal se ha ejercido, de la manera más enérgica, la hegemonía del sujeto y su ferocidad.  “Amansamiento” carece de sentido para dar cuenta de la relación de la naturaleza frente al ser humano. No hay en ella intencionalidad alguna. Así la custodia, lejos de poder leerse en términos de amansamiento, obliga a reconocer que el regreso antropológico sobre sí mismo es la fuente de toda imposibilidad antropológica.

  1. Deinotés humana

Hoy adquiere especial importancia la relación entre dos términos definitorios: la decisión tecnológica y el riesgo ambiental. La primacía de la “decisión” sobre la “técnica” obedece a que su fondo es asunto político. Es así porque el núcleo del vínculo responde a los encuadres y procesos a través de los cuales los seres humanos tomamos nuestras decisiones técnicas y especialmente quiénes, de los seres humanos, tienen el poder de tomar las decisiones técnicas que traen las implicaciones más definitorias sobre la condición y las posibilidades de la vida. La decisión técnica refiere fundamentalmente a dos poderes: 1. El que determina la aplicación técnica del conocimiento científico, es decir, el control que la necesidad técnica ejerce sobre la investigación científica, tal como lo clarificó Paul Virilio; y 2. El que determina el desarrollo y despliegue sobre sociedad y ambiente de los dispositivos técnicos y sus redes, así como sus procesos de producción y sus deshechos. Podríamos decir que esta aplicación de poder produce un delta: genera nuevo poder. El de establecer una forma de ordenación del mundo, en el doble sentido de que los sistemas técnicos definen las maneras en que las personas interactúan, trabajan, se comunican o recepcionan espacio y tiempo; y en el sentido de que el proceso completo que va desde el diseño tecnológico hasta su implantación social, implica transformaciones en la distribución de poder y privilegios (en una línea de reflexión como la de Langdom Winer). Es un asunto de amplias e intrincadas implicaciones. Los impactos directos sobre el ambiente, especialmente en la construcción de infraestructuras, desde las explotaciones mineras –que modifican y vulneran los ecosistemas–, hasta la desecación de pantanos o el trazado de carreteras que reticulan y cercenan los territorios ambientales. La derrama creciente de gases a la atmósfera y su correspondiente aumento de la temperatura planetaria. La generación de residuos tóxicos que no se acopian ni se eliminan. Incluso ante buena parte de estos sistemas técnicos no tenemos una clara sensibilidad de su costo ambiental. Por ejemplo, difícilmente quienes somos consumidores de teléfonos inteligentes tenemos claro que los 1,500 millones de dispositivos vendidos anualmente ejercen una demanda mayúscula de recursos naturales (incluyendo elementos raros como el tantalio o el wolframio). Y la vulneración se repite en su regreso como basura (Gahran, 2010; Jaimóvich, 2019; Greenpeace, 2011). En el 2014 el 84% de los deshechos electrónicos mundiales se derramaron en vertederos y se deshuesaron sin control regando sus venenos en la tierra. Algunos de sus materiales clave se consiguen mediante explotación de trabajadores pobres, sometidos a riesgos permanentes  de salud –como los que proucen el cobalto o el litio–; y en ciertos ambitos en medio de refriegas y luchas entre grupos armados como ha sucedido en la República Democrática del Congo (Blay, 2016). La decisión técnica tiene también consecuencias sustanciales sobre la configuración global del poder económico: constituye formas de acrecentamiento de los grandes capitales o la formación de nuevas fuerzas planetarias. El PIB de Regiones completas de países se encuentra rebasado por la acumulación de capital de algunos de los más grandes corporativos tecnológicos y de comunicaciones. Dicho poder les permite extender vigorozamente sus brazos sobre la política. No se trata de un poder fincado solo sobre la acumulación económica, también se funda en la especificidad tecnológica que detentan: el conocimiento, a veces profundo de grandes poblaciones y de perfiles de individuos (Facebook, Google o Amazon). Hoy el saber más estratégico para la economía y la política es el que estas empresas poseen. Según el Fortune Global 500 entre las entidades económicas más grandes del planeta, no solo hay países o regiones, sino también empresas. De hecho entre las 100 entidades de mayor capital, 69 son compañías. El valor sumado de las 10 empresas más grandes del mundo (Walmart, State Grid, China National Petroleum, Sinopec, Royal Dutch Shell, Exxon Mobil, Volkswagen, Toyota, Apple y British Petroleum) es equivalente al producto interno bruto de 180 países (entre los cuales consideran Irlanda, Indonesia, Israel, Colombia, Grecia, Sudáfrica y Vietnam). “A este ritmo de crecimiento bastará solo con una generación para que el mundo entero esté dominado por grandes corporaciones” plantea Nick Dearden. Y dicho control no está caracterizado por el interés en la preservación del ambiente, ni por nuevas formas de tecnología que suavicen sustantivamente sus extracciones o sus consecuencias. Es notable que de esta cúpula del poder económico de nuestro tiempo, cinco sean petroleras, dos automotrices y una industria eléctrica. De un lado la retórica global del progreso hacia tecnologías ambientalmente sustentables, del otro la realidad de una economía sustentada en los sistemas energéticos más destructivos de la Tierra (Pozzi, 2016).

La decisión técnica de nuestro presente tiene otras implicaciones sustantivas. Una de ellas, más difícil de encarar y de dar en cuenta: su capacidad para refigurar la vida de las personas. Intrincada refiguración, elusiva pero ubicua, muy compleja para su análisis. Pero su cuestión más acuciante no es el desafío de abordaje epistemológico, sino la constatación del insignificante poder que las sociedades y los individuos tienen para comprender, encarar y participar en las decisiones sobre los sistemas técnicos que se expanden reticularmente sobre un ambiente que es responsabilidad de todos, y no exclusividad de quienes tienen el poder para actuar en él; y especialmente la nulidad que hoy tenemos frente a las retículas técnicas y sus poderosos dispositivos en su acción sobre nuestras comunicaciones, nuestros campos de percepción, nuestros marcos de sensibilidad y comprensión de la realidad, incluso sobre la experiencia de nuestro propio cuerpo. La decisión sobre lo que somos, parece estar fuera de nosotros.

La pleonexia era para los griegos una voracidad desmesurada, incapaz de cualquier contención ética. Habría de estar lo más lejos posible de lo que llamaron la deinotés, que para ellos constituía uno de los rasgos definitorios de lo humano. Deinotés, en un primer sentido, es lo asombroso, la maravilla que produce un poder excelso. El arte y la sabiduría humanas son mayores que todo lo imaginable, decía Sófocles. La deinotés es la capacidad de salvar cualquier obstáculo, la cualidad de hacer posible lo que parece irrealizable. Pero el segundo sentido de deinotés es lo terribe. Aquello que causa temor por sus desmesuradas posibilidades. Así la deinotés puede ser sublime o terrorífica. En el sentido de Sófocles, podríamos decir que la deinotés es potencia de lo terrible. Hay algo premonitorio en esta semántica griega, quizás porque se organizaron en una estructura social muy parecida a la nuestra, a la de la sociedad moderna. Y para nuestra modernidad, deinotés significa el riesgo de desbordamiento de ese poder incalculable, el riesgo de despliegue de una fuerza avasalladora de cualquier otredad, una fuerza rapaz y de imposición incapaz de evaluar las consecuencias. En ello no hay elusión o retórica alguna. La deinotés está constatada hoy como arsenal de destrucción total y como memoria de una bomba atómica producida y utilizada.  Vattimo decía que después de Hiroshima, nada garantiza que podemos contenernos. La bomba atómica muestra que la historia moderna puso en acto la reunión temida por los griegos entre deinotés y pleonexía. Leibniz fundaba su esperanza ética en que hay algo en lugar de nada; la deinotés humana puede, en cambio, producir la nada. Pero si no es la deinotés bélica lo que se impone prioritariamente en los veneros de la modernidad contemporánea, no significa ello que esa fuerza de realización apunte en el camino del cuidado del mundo. Hay dos cuestiones capitales de la potencia técnica de nuestro tiempo que no acaban de advertirse con suficiente cautela dadas las implicaciones que tienen. Se trata de la alta ductilidad con la que el mundo capitalista globalizado logra establecer a escala global cada nuevo dispositivo o sistema técnico que promete alta plusvalía. A ello se suma la otra cuestión, quizás más sustantiva que la primera: nada muestra que las industrias, los sistemas económicos, los sistemas científicos o sociales tengan la capacidad de comprender sus implicaciones y sus consecuencias sobre la vida social y ambiental. Producimos proyectos de tan amplia y veloz implantación que no queda claro si hay algún modelo de mensuración de lo que con ellos se contrae. Menos aún de las formas en que podrían regularse sus consecuencias negativas. ¿Tenemos idea de las transformaciones que traerían sobre un territorio natural, sobre una región ecológica, o más ampliamente sobre un continente o el paneta entero, la liberación de organismos producidos ex-novo? ¿Tenemos investigaciones acuciosas de las implicaciones sobre las relaciones intersubjetivas y sociales de la introducción y extención de inteligencias cibernéticas en los goznes de los vínculos humanos? ¿Qué implicará, en términos sociales, políticos, existenciales, éticos, el rebazamiento de nuestras propias posibilidades de comprensión, por parte de dichas inteligencias? ¿Que implica, en realidad, la producción de sistemas con la potencia de auto-repararse y auto-regenerarse?

El sinsentido de los humanismos hoy radica para Sloterdijk no en la necesidad de su desplazamiento hacia el campo de la custodia en los términos planteados por Heidegger, sino en dos mutaciones capitales: 1. La inanidad del humanismo epistolar que identificó hasta el siglo XIX, y que ahora se desenvuelve en complejísimas redes de comunicación posmediales que penetran hasta la almendra de la intimidad de las  personas, redefinen su experiencia de tiempo y espacio, y establecen nuevas referencias de su propio cuerpo; 2. El desbordamiento de un humanismo que nunca se pensó ni se autorizó más allá de la educación y el amansamiento de lo que estaba dado. Un humanismo que al restringirse a la formación para la civitas, resulta roto en el linde de conquista de una técnica productora de humanos. En otras palabras, la cuestión del riesgo de ingreso en un tiempo en el que la producción antropológica ya no sea antropológica. Se vacía el sentido de las humanidades clásicas, porque la crianza ya no está principalmente en el ámbito del cultivo ético o literario, si no que se articula, piensa Sloterdijk, en los campos de la microbiología, la genética y la ingeniería de la inteligencia artificial. Su núcleo está en la capacidad de intervención directa en el interior mismo de los cuerpos y los cerebros. Dice Sloterdijk:

Basta con tener claro que los próximos intervalos […] serán para la humanidad períodos de decisión sobre la política de la especie. Se mostrará […] si la humanidad o sus principales fracciones culturales conseguirán al menos encauzar de nuevo procedimientos efectivos de auto domesticación. (Sloterdijk, 2011: 215)

Lo que subyace al decir de Sloterdijk es la perspicacia ante la posibilidad de desplazamiento de decisiones humanas cada vez más cruciales a inteligencias artificiales, perfiladas en proyectos que hoy combinan robótica e ingeniería genética. La cuestión de la domesticación humana, más allá de las manos humanas:

  1. Con la capacidad del capitalismo moderno de implantar globalmente las innovaciones generadoras de mayor plusvalía, no es una posibilidad lejana que la mutación antropotécnica de la especie se produzca sin que lo advirtamos, y sin que tengamos la posibilidad de intervenir.
  2. Las principales fracciones culturales con la posibilidad de definición de la política de la especie, como señala Sloterdijk, no son las más sabias y las que mejores decisiones toman, sino las que tienen precisamente el poder de tomarlas. Benjamin decía que el sistema del derecho no se establecía por derecho, sino por el poder de hacerlo derecho.
  3. Educación o amansamiento dejan de ser los procesos principales de humanización, las cosas se perfilan a la “reforma genética de las propiedades de la especie”, que incluye posibilidades como la “planificación de los caracteres genéticos” y la selección prenatal; en un marco en el que también es posible la reforma genética de las demás especies.
  4. La fuerza de retorno

El regreso persistente de los worora a los lugares avasallados por la fuerza antropotécnica y modernizadora que Herzog indica en su obra, es para nosotros señal de lo que hemos llamado la fuerza de retorno. Es quizás esta fuerza la que pueda dar cuenta de la experiencia que hoy paraliza la economía y la sociedad de la mayor parte del planeta a raíz de la crisis sanitaria económica y global provocada por la pandemia del COVID-19. Muestra los límites del sueño moderno de controlar la historia a partir de lo que ha imaginado el descubrimiento de sus claves y las rupturas del sueño de una técnica que podría controlar sin detrimento la naturaleza. Esa naturaleza domesticada retorna con la potencia y la fluidez imprevisibles de lo indómito. La arrogancia del conocimiento, de la racionalización y control de la vida para ajustar los riesgos de irregularidad y desorden, resultan hoy pulverizados. El minúsculo virus poniendo patas arriba la economía y la certeza técnica, señala la imposibilidad de la certeza sobre el tiempo. Reclama una exigencia de humildad ante la arrogancia de los sistemas imaginarios de reticulación total de la vida. La vida en su mismidad, en su reticencia, que sigue sus cursos más allá de nuestras representaciones, de nuestros esfuerzos de organización, de nuestros debates científicos. Nuestros sueños de supremacía y de intervención sobre la almendra misma de la naturaleza con la microbiología o la física cuántica, no impiden que seamos parte de esa naturaleza. Y como los demás organismos, estamos en su intrincado movimiento, en su mutación que elimina unas especies y permite el surgimiento de otras. En realidad, no sé si sabemos lo suficiente como para resguarecernos, como para garantizar nuestra persistencia. Yo creo que esta humildad sería un buen aprendizaje. Una zona de la realidad ha desvencijado, muy rápidamente y con una potencia de retorno inimaginada, la cerrada maya de ese proyecto moderno de dominación utilitaria de la vida. Ninguna de las presumidas infraestructuras de las mayores potencias del orbe pudo neutralizar esta incertidumbre. No deja de resultar notable que la mejor táctica que globalmente se haya podido implementar es la que realizan algunos animales de presa ante los predadores: quedarse quietos, inmovilizarse. ¿Dónde quedó el amo?

Escucha del mundo 

Las cifras y las informaciones diarias sobre la pandemia son de dos tipos: el estado de la contingencia sanitaria y el estado de la debacle económica. A diario se señala un daño sobre las economías globales y locales cada vez más catastrófico. Kristalina Georgieva, directora del FMI, señaló hace un mes que la pandemia ha paralizado la economía global y ha sumido al mundo en una crisis con las “peores consecuencias económicas” de los últimos 90 años. (Villanueva, 2020: s/p) Pero además de este sentido de ruina y esta suerte de exigencia de aceptación y sumisión ante lo que viene, hay otro significado latente en estas admoniciones. Un significado a contrapelo que puedo imaginar como señal en el tiempo. Una fuerza de retorno: La economía puede ser reconducida. La máquina que no puede parar ha parado. Las industrias y los comercios, en la forma en que están constituidos hoy, se detuvieron. Si algo tan imposible en la mentalidad de las jerarquías modernas ha ocurrido, fundamentalmente por una decisión política cercada por el retorno de la naturaleza, es fehaciente que se puede pensar de otra manera. Retorna también el sentido clave de la historia: que no tiene un sentido. Que no hay ningún curso trazado, que ninguna estructura la adelanta. El tiempo en su abismal apertura. Reaparece la fuerza de la decisión política sobre las estructuras con las que se organiza la economía de la humanidad. Y la decisión política puede reorientarse, puede advertir otras voces, puede ser el resultado de la acción y de la inteligencia social completa, de la misma inteligencia que puede comprender que las modalidades de la técnica que han improntado nuestro mundo, podrían ser otras.

Decía que todo esto es un asunto de tiempo. Hay en esta crisis pandémica un cuestionamiento a nuestras concepciones del tiempo. Los ritmos de nuestras acciones y la organización de los lapsos de la vida de la sociedad moderna son distintos a los del virus. La naturaleza se organiza en múltiples temporalidades, en velocidades distintas que ya no logramos identificar. El mundo que se volvió prominentemente urbano se ha encapsulado en su propia percepción del tiempo. Horacio Paz, un apreciado y brillante biólogo, ante mi pregunta de si podríamos decir, en ciertas condiciones, que las plantas caminan, me explicó que la gobernadora, un arbusto que crece en los desiertos del norte de nuestro país, se va desplazando, en cada nuevo rebrote, en dirección a las zonas de mayor humedad y mejores condiciones de vida. Lo hace, pero los seres humanos difícilmente lo advertimos. Sin embargo, su lentitud de un metro cada mil años, no hace menos inexorable su constelar paso. Para los biólogos el tiempo es totalmente relativo. La naturaleza tiene ciclos y ritmos muy diversos. Aunque podemos advertir que el tiempo de vida se extiende a escala de su tamaño. Los microbios son vertiginosos y viven solo minutos o unas horas, pero los árboles son muy lentos, y pueden vivir miles de años. Los humanos vivimos algunas décadas, pero en algunos de nuestros modelos históricos hemos prolongado nuestra vida y la vivimos con una intensidad inusitada. Algo de nuestros ritmos modernos se parecen a los de los virus. Los humanos, no obstante, nuestra inteligencia y nuestra deinotés, apenas logramos percibir los ritmos de los organismos similares al nuestro. Lo muy rápido o lo muy lento es invisible para nosotros. Por eso tenemos la ficción de que solo hay un tiempo. Qué difícil nos resulta entender que, un Coronavirus puede producir “un millón de hijos” en un día (como me decía Horacio Paz), o que un pino, como el viejo Tjikko haya arribado a los 9,500 años.

Pero también con la cultura, a una escala distinta, ocurre algo similar. Hay sociedades lentas y ancientes, que viven con serenidad, con poco y para las cuales no se trata de hacer muchas cosas en poco tiempo; sino pocas cosas, pero con mayor permanencia. Por eso los individuos son siempre parte de sus ancestros. Sin embargo, el tiempo vertiginoso y rapaz de las sociedades modernas tiende a obnubilar esos ritmos distintos. Tiempo, en esta dirección es una noción honda, que da cuenta de nuestra relación con el mundo de la vida.

Los intensos conflictos entre los mapuches y las fuerzas conquistadoras españolas en la región de la Patagonia, conocidos como las Guerras del Arauco (entre 1550 y 1656), no sólo planteaban la evidente lucha de conquista y resistencia, sino también una diferencia crucial entre las concepciones de la tierra que ambos mundos defendían y que se ha proyectado incluso hasta tiempos de las repúblicas independientes. Los mapuches se hallan en el espacio intermedio entre Chile y Argentina, soportando la incomprensión que los Estados nacionales tienen de su relación con el territorio. En el mapugundun no hay conceptos para la propiedad y la relación con la naturaleza no puede nunca definirse en esos términos. Ñuke Mapu (que no sólo refiere a la tierra geológica sino en términos míticos a la totalidad del mundo) da cuenta de la forma en que el pueblo recibe de ella la vida, a través de los Ngen (localizados en los cerros, las vertientes o los manantiales, de una forma muy análoga a los dueños en la cultura Tzotzil). Los huitotos del Amazonas llaman Nagima al mundo, con lo que dan cuenta tanto de los grupos humanos como de la relación que tienen con los otros, de la forma en que la naturaleza constituye a los seres humanos, de la forma en que las generaciones dejan huellas en la naturaleza (bosques modificados, caminos, casas) y de la responsabilidad y coimplicación de generaciones pasadas con generaciones por venir. El mundo es un tramado de todo lo simultáneo y de todo lo diacrónico.

Para los yakuna, quienes habitan en las cercanías del Río Mirití en la cuenca del Caquetá (Amazonía colombiana) cada pueblo crece en un lugar específico con la encomienda de su conocimiento y su cuidado. La cuestión clave es que plantas, suelo, ríos o animales no son para ellos entes en disforia o subordinación; los humanos estamos en un tramado de codependencias. Nuestra tarea es comprender y trabajar para mantener los equilibrios delicados y complejos entre todas estas partes. Por decirlo de cierta manera, ninguna parte puede acumular la energía que circula entre todos. Por eso los “dueños” tutelares velan por la protección de sus seres. Los chamanes negocian con ellos el uso de los recursos en una muy rica lógica de balances. Por ejemplo, el concepto chacra se refieren al jardín de lo comestible. Las plantas que ahora comen las personas fueron personas que en remotos tiempos comieron plantas. Comer plantas es en realidad una reciprocidad en el tiempo y un acto de socialidad. Una socialidad más amplia y más cabal. Una socialidad definida por todo lo que acontece conmigo, heredera y coimplicada por todo lo que me hace acontecer y comprometida con todo aquello que hago acontecer.

El tiempo, apertura abismal, es incoativo. Por ello es posible imaginar. Cien años de soledad concluía con una sentencia reveladora hoy, de forma inversa:

… estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra” (García Márquez, 2007).

Hoy es preciso reconocer que occidente ha tenido ya incontables oportunidades, y que de esos pueblos condenados a cien años de soledad, quizás nazca la segunda oportunidad para la tierra.

Fuentes de consulta

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García Márquez, G. Cien años de soledad. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española, Alfaguara, España, 2007. Impreso.

 

Semblanza curricular:

Diego Lizarazo Arias

Formación académica: maestro y doctor en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México.

Actividad laboral: profesor-investigador de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco; Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel II. Premio de Investigación en Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma Metropolitana 2008. Premio Internacional de Filosofía Estética 2009. Autor de 18 libros y cerca de 100 artículos sobre filosofía de la comunicación, teoría de la imagen y hermenéutica de la cultura.

Contacto: diegolizarazo@hotmail.com

3 Comments

Pedro Lizarazo

Excelente trabajo, la mirada profunda del autor sobre el devenir humano, enfrentado ahora a su arrogancia, creyéndose en la cima del mundo, Dios todo poderoso, sobre las otras especies y el planeta mismo, no es más que un depredador excepcional, ahora se derrumba ante el actuar de la naturaleza en defensa de ella misma. Pero lo paradójico, es que seguirá igual, una vez se «controle el peligro».

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Luci Tomasini Bassols

Profunda reflexión, documentada y articulada, acerca de la actuación del ser humano y su arrogante pretencion de dominio de la naturaleza .

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